Parido por el brutal “menosprecio de los derechos humanos” ejercido por el régimen genocida del nacional socialismo alemán, el Holocausto ha sido uno de esos “actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad” que la Declaración Universal de los Derechos Humanos condena en su preámbulo. Acaso haya sido el más atroz del siglo XX.
Seis millones de personas fueron torturadas y asesinadas por el odio racial y el delirio mesiánico de Adolf Hitler, autor de un plan de aniquilación que clavó un puñal en las entrañas de la historia moderna. El pueblo judío fue blanco de esa furia demencial.
En noviembre de 2005, la Asamblea General de las Naciones Unidas instituyó el 27 de enero como el Día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto, a propósito de la fecha en la que, en 1945, el ejército soviético liberó el campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau, símbolo de la maquinaria de muerte construida por el nazismo.
La decisión de la Asamblea General es altamente simbólica y responde a los objetivos que llevaron a fundar la Organización de las Naciones Unidas, que, como sabemos, nació de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial con el fin de “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra” y de promover el respeto de los derechos humanos sin distinción alguna.
Lo que hace hoy el mundo es, en definitiva, recordar a las víctimas de aquella masacre. O, lo que es casi lo mismo pero aun mejor: lo que hacemos hoy es no olvidar, practicamos el necesario, imprescindible ejercicio de la Memoria.
Mientras tanto, en nuestro país escuchamos voces que se animan reclamar amnistías para los responsables del terrorismo de Estado que hizo desaparecer y asesinó a 30 mil compatriotas entre 1976 y 1983. Nos piden que dejemos de “mirar hacia atrás”, que olvidemos los crímenes del régimen que impuso en la Argentina la fuerza sobre la razón, la ilegalidad sobre el Derecho, la barbarie sobre la civilidad, el terror sobre la paz, la muerte sobre la vida. Pretenden que no encarcelemos a los cerebros y a los ejecutores del plan que arrasó, a sangre y fuego, con los derechos esenciales de los argentinos.
Que lo sepan bien: no hay marcha atrás en la decisión inclaudicable de buscar y alcanzar la Verdad y la Justicia. Porque estamos convencidos de que los pueblos que olvidan corren el riesgo de repetir sus errores y sus horrores. Sin Memoria no hay Justicia, no hay futuro y no hay Nunca Más.
Los juicios a los genocidas, alumbrados por la voluntad política de un gobierno decidido a saldar la deuda que el Estado mantiene con los detenidos-desaparecidos y con cada uno de los argentinos que abrazan la democracia, son un acto fenomenal de reparación histórica. Y son, también, una rotunda demostración de madurez: los genocidas, esos que pisotearon el Estado de Derecho, están siendo juzgados bajo las garantías constitucionales que les negaron a sus víctimas.
En aquellos años febriles de la Europa fascista, les dijo Miguel de Unamuno a los falangistas que –como los que hoy reclaman olvido y perdón– vivaban la muerte y pedían la derrota de la inteligencia: “Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha”.
Hoy, mientras resuena en el mundo una voz muy parecida a nuestro Nunca Más, el gobierno argentino reafirma su compromiso con la inteligencia, con la razón y con el Derecho. Y con la lucha por un país y un mundo que garanticen “el respeto universal y efectivo a los derechos y libertades fundamentales del hombre”.
* Ministro de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos.
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